El golpe infligido por Israel a la organización terrorista Hezbolá mediante la explosión de miles de buscas y walkie-talkies con el resultado de decenas de muertos y centenares de heridos, casi todos militantes de la siniestra sucursal del régimen criminal de los ayatolás iraníes, ha sido realmente espectacular. Esta extraordinaria operación revela un grado de sofisticación tecnológica y una capacidad técnica de sus servicios de inteligencia que deberían provocar la sana envidia de sus homólogos occidentales. Los dispositivos electrónicos adquiridos por Hezbolá para evitar los riesgos de los teléfonos móviles han sido una trampa mortal que pone en evidencia la inferioridad en todos los órdenes de los grupos armados que combaten rabiosamente a la única democracia digna de tal nombre en Oriente Próximo y Medio. Además, semejante exhibición de fuerza demuestra una voluntad admirable e indomable de no dejarse aniquilar por sus enemigos de un pueblo que lleva tres milenios soportando persecuciones, deportaciones, pogromos y, como culminación, el Holocausto durante el nazismo, que casi lo borró de la faz de la tierra. De hecho, esa fue la intención de la peor abominación que ha conocido el mundo moderno, su total aniquilación.
Por tanto, la creación del Estado de Israel en su solar ancestral fue un acto de reparación histórica dotado de un alto contenido ético que hubiera debido cristalizar en la convivencia pacífica de israelíes y palestinos en dos entidades políticas contiguas con relaciones comerciales, culturales, sociales y económicas constructivas y armoniosas. Si no ha sido así, se ha debido principalmente al empecinamiento de los países vecinos de Israel y de los palestinos en negarse a aceptar soluciones racionales a los posibles conflictos y en su pertinaz belicosidad trufada de guerras, atentados e intifadas. Yaser Arafat, del que se dijo que nunca perdía la ocasión de desperdiciar una oportunidad, no supo o no quiso aprovechar las posibilidades de los acuerdos de Oslo y la paz devino irrealizable.
Hay que ponerse en el lugar de los sucesivos gobiernos y de la sociedad israelí, que viven bajo la permanente amenaza de ser liquidados por un cinturón de estados musulmanes hostiles y de milicias financiadas, entrenadas y dirigidas por la República Islámica de Irán, que les rodean y no les dan respiro. El reciente y vil ataque al sur de Israel a cargo de Hamás por encargo de los clérigos iraníes, una de las acciones violentas más atroces contra población civil indefensa de las últimas décadas, ha puesto en evidencia, una vez más, que a Israel no le dejan otra salida que vencer o morir. La elección no es difícil y el estallido de los terminales electrónicos de bolsillo en manos de miembros de Hizbulá ha de situarse en este contexto. Por supuesto, la muerte, el sufrimiento y el hambre de demasiados hombres, mujeres, niños y ancianos inocentes en la Franja de Gaza, despiertan nuestra compasión y constituyen una terrible tragedia humana, pero no debemos olvidar que la responsabilidad de esta catástrofe es de Hamas y de sus padrinos de Teherán porque sin la alevosa agresión del 7 de octubre del año pasado esta hecatombe no se hubiera producido. Hamas y los ayatolás iraníes, sus verdaderos jefes, calcularon perfectamente cuál sería la reacción de Israel y, por tanto, quienes están matando a los gazatíes por millares son en términos materiales los bombardeos israelíes, pero en términos morales son los líderes de Hamás, que los utilizan cruelmente como escudos humanos, y el Líder Supremo de Irán, Alí Jamenei, que ha impulsado aquella salvajada.
Dejarnos de monsergas pacifistas
La lucha sin vacilaciones ni complejos de Israel por su supervivencia nos ha de servir de referente a los estados integrantes de la Unión Europea a la hora de enfrentarnos a los desafíos de una escena internacional convulsa y plagada de sombras. El eje Venezuela-Rusia-Irán no descansa en Ucrania, en Gaza, en Cisjordania, en el Mar Rojo, en Irak, en Siria, en Iberoamérica o en las calles de Paris, Londres, Berlín o Madrid. El despliegue de velitas, ramos de flores y melancólicos minutos de silencio en plazas sobrecogidas de temor tras cada atentado no arregla nada y tan sólo provoca la irrisión y el envalentonamiento de aquellos que traman nuestra destrucción. Mientras nos deleitamos bajo luces arcoíris en ejercicios masoquistas de autoflagelación, el mal va engordando, alimentado por nuestra pasividad pusilánime y se refocila acariciando la creciente probabilidad de su triunfo final.
Los israelíes tienen clara la situación, combatir o desaparecer. En nuestro desorientado, ingenuo, indolente y hedonista continente no nos estamos enterando de la película. En lugar de clamar por una paz inalcanzable en Gaza, apoyemos sin reservas a nuestro único aliado en la región del globo donde anida la serpiente fundamentalista y fanática que aspira, como expresó sin ambages el presidente de Irán Mahmoud Ahmadineyad, a “barrernos de la superficie del planeta” o como reza el eslogan de Hamás repetido como una papagaya ignorante por la comunista Yolanda Díaz, liberar Palestina “desde el río hasta el mar”. De la misma forma que Israel tiene derecho a defenderse, nosotros, los europeos, estamos obligados a dejarnos de monsergas pacifistas angelicales y tomar las medidas auténticamente eficaces que garanticen la pervivencia de nuestra más preciosa posesión, la civilización occidental.